sábado, 17 de febrero de 2007

"El fantasma existe, me lo temo"

Aquella noche disipó todas las dudas sobre la existencia objetiva de los fantasmas.
La familia había aprovechado la frescura de la tarde para dar un paseo en coche. Regresaron a las nueve, tomando una ligera cena. La conversación no recayó ni un momento sobre los fantasmas, de manera que faltaban hasta las condiciones más elementales de "espera" y de "receptibilidad" que preceden tan a menudo a los fenómenos psíquicos. Los asuntos que discutieron, por lo que luego he sabido por la señora Otis, fueron simplemente los habituales en la conversación de los norteamericanos cultos que pertenecen a las clases elevadas, como, por ejemplo, la inmensa superioridad de miss Janny Davenport sobre Sarah Bernhardt, como actriz; la dificultad para encontrar maíz verde, galletas de trigo sarraceno, aun en las mejores casas inglesas; la importancia de Boston en el desenvolvimiento del alma universal; las ventajas del sistema que consiste en anotar los equipajes de los viajeros, y la dulzura del acento neoyorquino, comparado con el dejo de Londres. No se trató para nada de lo sobrenatural, no se hizo ni la menor alusión indirecta a Simón de Canterville. A las once, la familia se retiró. A las doce y media estaban apagadas todas las luces. Poco después, el señor Otis se despertó con un ruido singular en el corredor, fuera de su habitación. Parecía un ruido de hierros viejos, y se acercaba cada vez más. Se levantó en el acto, encendió la luz y miró la hora. Era la una en punto. El señor Otis estaba perfectamente tranquilo. Se tomó el pulso y no lo encontró nada alterado. El ruido extraño continuaba, al mismo tiempo que se oía claramente el sonar de unos pasos. El señor Otis se puso las zapatillas, tomó un frasquito alargado de su tocador y abrió la puerta. Y vio frente a él, en el pálido claro de luna, a un viejo de aspecto terrible. Sus ojos parecían carbones encendidos. Una larga cabellera gris caía en mechones revueltos sobre sus hombros. Sus ropas, de corte anticuado, estaban manchadas y en jirones. De sus muñecas y de sus tobillos colgaban unas pesadas cadenas y unos grilletes herrumbrosos.
El fantasma de Canterville, Oscar Wilde

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